domingo, 6 de marzo de 2016

36. Excursión

Base Aérea La Joya, Arequipa, Perú.

El Comandante Arízola terminó de darle sus órdenes al más nuevo de sus pilotos. Hizo la venia y caminó hacia la puerta del salón táctico para continuar con su rutina. Iría bien. Era sólo una “excursión”, como la conocíamos, para quitarle el dramatismo de designarla “incursión”; una misión de reconocimiento que indefectiblemente todos en su momento habíamos sentido como nuestra primera misión de combate. Había llegado su hora. Necesitaba que todos sus hombres experimentaran en carne propia esa sensación de peligro, que vulneraran las fronteras del enemigo, que burlaran sus defensas y violaran sus secretos, que le perdieran el respeto y el miedo. Si para hacerlo los Mirage no tuvieran que volar a dos veces la velocidad del sonido, obligaría a sus aviadores a asomarse de sus cabinas y escupir sobre los usurpadores chilenos. Era la actitud necesaria si algún día debían apretar el gatillo y aniquilar al enemigo frente a frente.
“Valentín”, de valiente. Su padre le había hecho justicia. Se lo tenía merecido. Entrar en los “Halcones” no era un trabajo para flojos ni cobardicas. Antes había más cazas, y más pilotos para cada uno. ¿Hubiera podido él ingresar en el Ala Aérea 3 que hoy comandaba, 30 años después? Tonterías, seguro que sí. Ya se estaba poniendo viejo a pesar de su frondoso bigote negro. Contemplaba a estos críos con demasiada condescendencia. Casi con cariño. El joven teniente continuaba erguido en silencio, observando detenidamente el mapa tras la lámina de acrílico, marcado con las piernas de su misión. Estos jodidos críos tenían la edad de sus hijos. Uno de ellos, el más cabrón, estaba en una patrullera fluvial en la Amazonía; otro, el más necio y terco, en comunicaciones, voluntario en el VRAEM, condenado crío; y el más avispado, rascándose los huevos en los Arsenales de la Marina, en El Callao. ¿Los mirarían sus comandantes como los miraba él? Qué mierda. Ellos y estos. Todos eran sus condenados críos.
Había pasta de Líder de Escuadrón en ese Valentín. Sería un buen piloto de combate. “Capitán Valentín De la Serna” fantaseaba. En posición de descanso, procuraba lucir confiado, preparado, profesional. Le reconocía el esfuerzo, porque todos los pilotos de combate tenían su vanidad. Era un gaje del oficio. A pesar del aire acondicionado, se restregaba las manos a sus espaldas para secar el sudor de las palmas. Por algo los guantes eran el mejor amigo del aviador. Malditas manos. Siempre se negaban a dejarse convencer que uno tenía todo bajo control.
-          Desde que comando el Ala 3, hemos hecho las “excursiones” 64 veces satisfactoriamente. Cada uno de nosotros – el veterano comandante buscó inspirarle confianza.
-          ¡Si-se-ñor! – respondió marcial el piloto, girando sobre sus talones y poniéndose firme para saludarlo.
El comandante le devolvió el saludo antes de retirarse. Obvió un detalle a conciencia: otras tres veces, no.
Una hora más tarde, la claridad apenas despuntaba y en soledad Arízola observó despegar el Mirage del teniente De la Serna. Caminó despacio hacia la torre para monitorear el progreso de la misión. Iría bien.


Un rato más tarde, entraba con su taza de mate cocido con leche a la torre de control. Su oficial de operaciones, el Capitán Alejandro Aybar, supervisaba los datos del controlador de vuelo ploteándolos con un fibrón rojo sobre el mapa de situación.
-          Vuela rápido, vuela bajo –  informaba el Aybar a su superior – lo perdemos constantemente entre las montañas.
-          Registre los puntos ciegos del radar para contrastarlo con la trayectoria que nos devuelva De la Serna – le ordenó – en algún momento el enemigo vendrá en sentido contrario, y quiero saber con exactitud dónde podría esconderse.
El Mirage de De la Serna haría un último contacto con la base para confirmar su orden de proceder. Arízola interrogó con la mirada a su oficial, quien verificó una vez más con el operador de radar que ningún interceptor chileno estuviera en el aire. El llamado de “Siervo” no tardó en llegar. El comandante tomó la radio y confirmó.
-          Despejado, Siervo, proceda – no se permitiría dudar como para que ameritara elevar una plegaria. Iría bien.
El avión del teniente De la Serna trepó arrastrándose por la ladera noroeste del volcán Tacora y salió disparado a 1600 km/h hacia el cielo en dirección a Putre. Necesitaban esas fotografías. Sólo unos minutos. Iría bien.
-          ¡Misil! – gritó el piloto en la radio – ¡Misil antiaéreo desde las 2 en punto! ¡Rompo a la izquierda!
-          ¡Siervo! ¡Descienda! ¡Apague los quemadores! – el veterano comandante todavía tenía la radio en sus manos y reaccionaba con reflejos de piloto. Tenía que ser infrarrojo. Un lanzador portátil en manos de una patrulla. ¿Cómo demonios se atrevían a dispararle así? – ¿Dónde está? – le reclamaba a su oficial, que se había zambullido sobre el mapa con la misma duda.
-          Ya tendría que haber pasado Hospicio – intentaba responder el Capitán Aybar, mientras proyectaba rectas con su regla y transportador – va a pegarse al Churicagua hacia Colpita... el misil tiene que venir de la 135… ¿un vehículo de patrulla?
-          Sus vehículos antiaéreos no patrullan – respondía el comandante sin mirarlo, con el ceño fruncido tratando de dilucidar la situación – tampoco es un lanzador portátil, a nadie se le ocurriría pegarle a un Mirage en altura con eso… es un lanzador móvil con montaje fijo… un montaje fijo… alguien lo montó ahí – los ojos de ambos aviadores finalmente se encontraron.
-          ¿Nasams? – preguntó inquieto el Capitán Aybar. Si se trataba del sistema antiaéreo más moderno de Chile, y posiblemente del continente, las posibilidades del piloto de sobrevivir un ataque de frente por sorpresa eran de escasas a nulas.
-          ¿Le parece colocar un arma de primer perímetro en el medio del desierto, Capitán? – le increpó con decepción, resultaba indigno de un oficial dejar que su claridad sucumbiera ante sus miedos en un momento de crisis  – Tráigalo de vuelta – le ordenó con severidad – ¡Usted! póngame con el jefe de los dragones – le indicaba a otro. Demasiados críos en esta unidad.
-          ¡Siervo! ¡Aborte! ¡Aborte! – el Capitán repetía su orden en la radio, sin respuesta – probablemente está muy bajo, señor – quería creer – y no nos reciba.
-          Dónde está… dónde está… – intentaba dilucidar Arízola reclinado sobre el mapa – si decide virar hacia el norte, puede regresar y tendríamos que verlo aproximarse a Visviri – su subordinado no parecía demasiado convencido – O puede haber tomado hacia el sur… tratar de completar su misión aproximándose a Putre desde el este… – ahora el Capitán lo miraba con resignación – si… no va a volver… maldito crío….


Un Técnico le acercaba el teléfono con la llamada que había solicitado – consígame con Jefe del Estado Mayor ¡en persona! – le indicó, dejándole en claro la urgencia. Del otro lado de la línea, el Mayor Raúl Bastín, jefe del Escuadrón Aéreo 211 “Dragones del Aire” interrumpía su desayuno para atenderlo en su celular desde el casino de oficiales. Como el Grupo Aéreo 2 no tenía previsto volar ese día, el jefe se había propuesto relajarse – algo que no le era fácil ni le pasaba seguido –  y  había muy pocas cosas en el mundo que podían desviarlo de su propósito, cualquiera que fuera.
-          ¿Dónde estás Raúl? – lo increpaba el comandante – ¡tenemos una situación aquí arriba! – no llegó a escuchar la respuesta de su interlocutor, tal vez para mejor, porque no fue propia de su rango.
-          Tengo a los interceptores en el aire – informaba el controlador de vuelo perturbado – son cuatro, mi comandante.
-          ¿Cuatro? – se sorprendió, usualmente era uno o dos, algo estaba pasando – Quiero la base en estado de alerta, convoque a todos los demás – le ordenó a su oficial de operaciones – Espérate un segundo – mantenía al jefe de helicópteros en la línea, que volvía a insultar por lo bajo – ¡Alejandro! – volvió a llamar al oficial, la preocupación se traslucía en su rostro – Que salgan Rosales y Victorica.
El Capitán Rosales y el Teniente Victorica eran los pilotos en ese momento de guardia para los dos interceptores siempre listos en La Joya. El jefe tendría que definir rápido una orden para ellos. Los interceptores no despegan para salir a pasear, y lo saben.
-          Creo que lo tengo – informaba el controlador de vuelo – salió de Putre y rompió a la izquierda hacia el sur… sigue muy bajo… vuelve a meterse entre las montañas… en dirección a Socoroma… ¿qué hace? ¡está yendo hacia los F-16!
-          Podría haber huido volando bajo hacia Tacna – comentaba el Capitán Aybar a su superior – Algo lo hizo volver… Tiene que haber otras baterías en la 135 – el veterano volvía a mirarlo con respeto, cuando no perdía la cabeza sabía hacer su trabajo.
El Mayor Bastín ya se estaba cansando que interrumpieran su desayuno y su descanso para dejarlo esperando en la línea del teléfono. El idiota siempre se sintió más que yo. Quiere demostrármelo. Yo también podría ser comandante si el Ala 3 se hubiese dividido en dos, separando aviones y helicópteros. Viejo idiota.
-          ¡No, maldita sea! ¡No voy a mandar un condenado Huey! – le gritaba Arízola al jefe de los dragones, que no podía dejar de imaginarse una misión de enlace en vez de un rescate aéreo en una zona hostil – ¡Prepare dos aeronaves armadas!
El Técnico le acercaba presuroso otro teléfono, tenía al Jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea en línea. El Comandante Arízola cortó con el Mayor Bastín sin mediar palabra. Una mesa del casino de oficiales voló de una patada.
-          Teniente General – procuraba recuperar la compostura, él había sido parte del Ala 3, él comprendería – tenemos un Mirage de “excursión” bajo fuego en territorio chileno. Le solicito autorización para realizar una incursión con fines disuasorios…
Así eran las “excursiones”, unas sesenta podían salir bien, pero cada tanto, alguna salía mal… 

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