viernes, 4 de diciembre de 2015

35. Testigo

Antofagasta, Región de Antofagasta, Chile


A pesar que su carrera de corresponsal lo llevaba de un punto a otro del planeta, Bruno Blumenau no disfrutaba en lo más mínimo las cabinas presurizadas de los grandes jumbos. En otra época, hubiera alquilado una camioneta y manejado los 1300 kilómetros en un día, pero ahora, la corporación se encargaba de preservar su tiempo libre y el bienestar de sus lumbares.
Su editor le había asignado un aburguesado coordinador de contenidos para asegurarse que se mantuviera fuera de problemas, de manera que el periodista belga había debido montar un itinerario de notas de color para justificar su viaje al norte del país. La pesca artesanal en Arica -y de paso la controversial frontera marítima-, la Zona Franca de Iquique -junto al contrabando y el violento resurgir de las drogas- y finalmente, Las Ruinas de Huanchaca, La Portada, la Mano del Desierto y el equinoccio de otoño en Antofagasta para descontracturar. Seis notas, dos semanas fuera de Santiago, su inocente sabueso conforme y todos contentos.
Tenía la boca seca, después de haber ordenado café negro, cuando la única mísera colación en ese vuelo de dos horas era un paquete de maní salado. La gran pantalla al frente mostraba a los pasajeros que habían dejado atrás Copiapó. Se aproximaban al radiofaro de Taltal y la última pierna de su derrotero.
El capitán no había apagado la señal de abrocharse el cinturón en todo el vuelo, por pereza o descuido probablemente. No habían sufrido ninguna turbulencia por ahora. Las luces indicadoras sobre su cabeza le recordaban a Bruno de las épocas en las que se podía fumar en los vuelos comerciales; de aquella vez que voló con los Spetsnaz en un Cheburashka desde Kubinka a Grozny. El humo del tabaco cubano que enviciaba a los comandos rusos se había quedado tan impregnado en su memoria que creía poder descubrirlos, aún en los densos bosques Georgianos, emboscados tras su indistinguible camuflaje. Estiraría un poco las piernas y le haría la vida más fácil a su próstata, y de paso, aprovecharía a visitar la cocina en la cola del 737 de LAN antes que comenzara el descenso.
Descorrió como si nada la cortina del pasillo que separaba la sección trasera del pasaje. No le había llamado la atención, pues durante las noches en los largos vuelos intercontinentales, usualmente se mantienen así para aislar lo más posible el ruido y la luz de quienes como él, se empeñan en seguir despiertos leyendo a pesar de los denodados esfuerzos sedativos de la oscuridad general y la calefacción central. En retrospectiva podría haberlo sospechado, tratándose de un vuelo corto matutino, pero la escena lo sorprendió. ¿Un equipo de rugby? No, son demasiados. La sección trasera completa estaba poblada de muchachotes musculosos, varios fuera de sus asientos, conversando en reducidos grupos. De inmediato todos ellos cortaron sus murmullos y sus caras se voltearon hacia él. Un patrón. Pelos rapados, cuellos y mandíbulas gruesas. Atención. Problema. La azafata recorría raudamente el pasillo desde el fondo para interceptarlo. Modo supervivencia. Alzar el inocente vasito descartable para que todos lo vean. Cara de bobo. Por allá uno que les dice a otros que se sienten. Peligro. Encorvado. Hacerse el viejo. Sólo quería café. Mejor en francés. Je m`excuse mademoiselle…
Se sentó, agradeciendo graciosamente a la diligente muchacha, que por alguna lógica misteriosa, insistía en hablarle en inglés para hacerse entender. ¿Qué demonios fue eso? Un suave “bling!” lo arrebató de seguir rumiando obvias conjeturas. El Comisario de a Bordo anunciaba que comenzaban el descenso. Estaban por aterrizar en Antofagasta. Aprestó su celular contra la ventana, que recorrería el Aeropuerto Internacional Andrés Sabella Gálvez y la base aérea Cerro Moreno de punta a cabo. Lo cubrió con su pesado gamulán, para no despertar sospechas.
El veterano corresponsal belga de Reuters tenía una corazonada. La “perla del norte” era el centro neurálgico de todo el teatro de operaciones septentrional del país. Constituía un vital nodo logístico en el que confluían el aeropuerto internacional, un puerto de aguas profundas, el extremo oriental de la Ruta Intercontinental y la terminal de los ramales ferroviarios a Bolivia y Argentina. Consistentemente, en la ciudad se hallaba emplazado el cuartel general de la 1º División del Ejército de Chile, la sede de la unidad logística y los arsenales. La 6ta División de Iquique es la formación en la primera línea del frente; así que siempre estaba en alerta. Pero la potente 3ra Brigada Acorazada “La Concepción” de Antofagasta constituía la reserva estratégica del frente norte. Si la corazonada de Bruno era correcta, tendría que haber mucho movimiento en ese lugar, y la posibilidad de que LAN estuviera transportando militares discretamente por avión podría ser un indicio de la urgencia. Se forzó a dudar. Suspiró. Deseaba en el fondo estar equivocado. La aeronave tocó suelo junto a él. Suficiente. Si algo estaba en movimiento, él lo vería moverse.


-          ¿Qué hace ese tipo ahí? – apareció de improviso el oficial de guardia del aeropuerto, interrogando con su vozarrón severo y usual antipatía a la sorprendida operadora de las cámaras de vigilancia en la terminal, que había saltado en su silla. El coronel de la Fuerza Aérea de Chile había sido recientemente asignado a la tarea de llevar a estándares de nivel “paranoia norteamericana” un personal e instalaciones más bien relajadas, con el ridículo requerimiento adicional de que “el público no debía notarlo”. De manera que había optado por desatar un infierno puertas adentro y transferir su frustración para con sus superiores hacia las miserables vidas de sus subordinados.
El “tipo” en cuestión estaba sentado en el área de arribos, junto al carrusel de equipajes, revisando un aparato electrónico. Además, esperaba el desembarco del contingente militar del vuelo en el que venía, mientras revisaba la toma que había realizado durante el aterrizaje, aunque eso no fuera evidente a los ojos de la cámara de vigilancia que lo enfocaba.
-          Registren todo el tráfico actual de la red pública – ordenó el coronel antes de estrellar el teléfono en el oído del responsable de Sistemas. Estando alejado de todo, el aeropuerto no tenía más acceso a Internet que la señal wi-fi de libre acceso del servidor propio. Esa red pública estaría amparada por las garantías constitucionales usuales, si el servidor no hubiera sido instalado en la base militar y esa base no estuviera en estado de alerta y movilización por un decreto ejecutivo secreto. Detalles fuera del interés del público general…
Bruno no pudo distinguir mucho de la parte sur del aeropuerto, donde su vuelo tocó tierra a mayor velocidad, pero el carreteo hasta la calle de tránsito al final de la pista le garantizó una imagen más estable. Su experiencia le permitía identificar los modelos de varios vehículos militares. El clásico C-130 Hércules no fue ningún desafío, la duda fue su distintivo de cola. La fuerza aérea chilena no utiliza el clásico rondel. Quería estar seguro de interpretar bien los colores, aunque estaba bien familiarizado con las aeronaves de su país vecino como para comenzar a preguntarse: ¿qué hacía allí un avión de transporte de las fuerzas armadas holandesas?
Luego de un rato, los pasajeros de su vuelo ya habían partido, el equipaje de Bruno era el único que aún giraba por el carrusel y claramente los militares que él esperaba observar con más detenimiento descenderían por una puerta lateral fuera de la vista del público. Presionó “enviar” y guardó su teléfono. La conexión era demasiado lenta como para subir un video, pero unas capturas de pantalla bastarían. Resignado, se incorporó para tomar su pesada maleta y continuar su camino.
-          Descanse ¿Como estuvo el viaje? – preguntó el oficial de guardia al teniente a cargo de los comandos recién arribados.
-          Sin novedad – informó el teniente – sólo un vejete francés medio perdido se asomó un segundo a donde estábamos, pero la Subteniente Gonzaga lo sacó volando… la perra es brava hasta vestida de azafata – intentó bromear, aunque pronto descubrió el temple de su superior. El coronel seguía impávido observando fijamente el monitor de la cámara de seguridad.
-          Ése es el viejo – comentaba el teniente, luego de asomarse a curiosear el monitor ante el silencio de su interlocutor.
En ese momento, Bruno levantaba del carrusel su enorme valija, como si estuviera llena de plumas, para dirigiéndose a paso firme hacia la salida. El oficial cruzó su mirada de disgusto con la de sorpresa del joven teniente. Levantó el teléfono para ladrarle sus instrucciones a los controladores de aduana para que lo demoraran y luego al equipo de seguridad apostado junto a la entrada. Sólo le restaba observar si alguien más allá afuera lo esperaba.



Previendo la ausencia de su colega y amigo, Vincent Manta le propuso al editor de Associated Press Latinoamérica su propio paseo por el barrio. En su caso hacia el sur, a los tribunales de Talcahuano, donde se estaba sumariamente procesando con prisión preventiva a los indígenas araucanos acusados de instigar la violencia separatista mapuche, y controlando con custodia domiciliaria y personal a sus líderes políticos de extrema izquierda. “La justicia republicana y las fuerzas de seguridad federal dando cuenta del terrorismo y la agitación comunista”. El editor norteamericano compró sus notas sin dudar.
Se encontraba entrevistando un conductor al que la noche anterior le habían incendiado su camión maderero. Cuando vibró su celular al recibir el mensaje de Bruno, decidió tomar un receso y dejar que el fotógrafo hiciera algunas tomas. Tres fotografías adjuntas al mensaje y una forma brutalmente sintética de expresar sólo-Dios-sabe-qué que se imaginaba que había registrado: “WTF??”. Maldito Bruno ¿Qué demonios quieres que haga con esto?
Meditó un segundo. Su fotógrafo le hacía señas que había terminado y lo esperaban. Sí, ya va. Cerró los ojos para concentrarse. Escribió unas líneas un poco más amigables para su contacto en la agregaduría militar de la embajada norteamericana en Santiago. Tal vez pudiera conseguir una excusa para que ese Hércules extranjero se encontrara allí. Maldito belga loco.

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