Iruni, Departamento de Oruro, Bolivia.
El Capitán Antonio Mamani era de los
pocos voluntarios que se había incorporado a la Fuerza Especial de
Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN), con una firme esperanza en que
se cumpliera con la purga y reconversión de la organización
promulgada por el Ejecutivo. Mamani comandaba el cuartel de uno de
los destacamentos de la Unidad Móvil Policial para Áreas Rurales
(UMOPAR) de las FELCN. Popularmente conocidos como “los
leopardos”, los comandos de la UMOPAR han
sido desde sus orígenes las fuerzas policiales de élite mejor
preparadas y equipadas del país. Durante años, esta formación
había sido el brazo paramilitar de la agencia norteamericana DEA
(Drug Enforcement Administration), un subproducto bastardo de la
fatídica “War on Drugs”,
operada durante casi medio siglo ya en varios países del continente.
Hacía más de un lustro que un giro en
la política nacional había dado por tierra con la tradicional
mecánica de erradicar plantaciones -y en el proceso, también
campesinos-. Como por una revelación mística, las comunidades
dejaban de ser el problema y el enemigo. Bajo esa cosmovisión, el
profesionalismo y la conciencia social volvían a reconciliarse en un
lugar preciado para el policía de vocación. Pero como siempre, nada
es simple en Bolivia. Aún hoy la organización continuaba siendo tan
tristemente célebre por sus violaciones a los derechos humanos, como
por su corrupción y complicidad con los cárteles. Al igual que el
crisol de identidades y fracturas que formaban y deformaban el país,
no existían encuadres sociológicos para definir lo que pasaba en la
fuerza: negocios de la pobreza, códigos de la corrupción,
discriminación paternalista, profesionalismo indigenista,
militarismo democrático, sumisión revolucionaria y sodomía de la
liberación.
- Debo quedarme aquí unos días
más – trataba de consolar a su hijita,
con una voz dulce reservada sólo para ella – luego
volveré a casa y saldremos a pasear juntos
– Mamani sentía que se le anudaba la garganta – páseme
con su madre…
- Hasta que no vaya a regresar,
ya no vuelva a llamar – le dijo
severamente su mujer, y colgó.
El Capitán
se quedó por un momento sentado en su escritorio, con los ojos
cerrados y la cabeza apoyada en el tubo del teléfono, escuchando
repetirse el sonido de la línea muerta. Todo este tiempo de seguir
los pasos del Subcomandante Estévez había hecho mella en su salud,
su familia y su espíritu. Ya faltaba poco. Los había localizado,
conocía sus caras, sus movimientos. Pero la autorización para
realizar el asalto se demoraba y se demoraba. Sabía que alguien
poderoso los estaba protegiendo, pero la evidencia que habían
recolectado era simplemente abrumadora. Ya faltaba poco, pensaba.
- ¡Mi
Capitán! – irrumpió agitado en la
oficina su subalterno, el Teniente Márquez – una
patrulla alerta de un convoy de camiones de la Brigada Bolivariana
viajando por la 27 hacia el oeste.
Sin
pronunciar palabra, el Comandante se incorporó, manoteó su chaleco
de combate, su linterna, cartuchos, su escopeta de la pared, y partió
hacia las camionetas. Esto no podía estar pasando. No permitiría
que pasara.
En el
informativo de la mañana siguiente, los canales nacionales hacían
eco de la operación relámpago del UMOPAR en la remota localidad de
Iruni, en el Departamento de Oruro. Con acierto mediático, los
productores inmortalizarían el caso como el “Narcopueblo
fantasma”. Las imágenes televisivas, tomadas al amanecer luego de
una noche de operaciones de exploración en toda la región,
mostraban a los uniformados patrullando un humilde pueblo de unas
treinta casas, sorpresivamente abandonado por completo por sus
pobladores. Dentro de algunas de estas modestas edificaciones de
piedra, madera, chapas y barro, pueden verse restos de laboratorios
improvisados. A pesar de lo rimbombante del operativo, sólo se
incautan unos 4 kilos de pasta base encontrados desperdigados, una
docena de tanques grandes y tazones impregnados con sustancias
controladas, telas para el secado y bolsas con unos 600 gramos en
total de sustancias controladas, así como el papel y la cinta
típicamente utilizada para envolver los paquetes de droga. La escena
vuelve a estudios, donde un Diputado cuestiona duramente a la Fuerza
Especial de Lucha Contra el Narcotráfico y los millones que se
gastan en mantener esa histórica estructura represiva del
imperialismo.
Ni una
palabra de las banderas, pancartas y volantes de propaganda política
Bolivariana. Ni mención. Como si no existieran. Nada.
Mamani,
todavía en su uniforme cubierto de polvo, invocó todas las exiguas
fuerzas que aún le quedaban para presionar el control y apagar el
aparato. Recostado en el sillón de su cuarto de vuelta en el
cuartel, se mantuvo inmóvil en la oscuridad, mientras la lágrima de
algo que se rompía en su interior se derramaba por su rostro
inexpresivo.
Había
puesto todo de si. Ya no le quedaba más para dar.
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