Siniestras camarillas y los lobistas de Bilderberg manipulan al público para instalar un gobierno mundial que no conoce fronteras y que no rinde cuentas ante nadie, salvo a sí mismo
Fidel Castro, Granma, 2010
El Palacio de Gstaad había sido una
buena elección para la reunión de ese año. La majestuosa vista de
los Alpes Suizos cubiertos de nieve y salpicados de pinos le
resultaba mucho más reconfortante que las tímidas lomadas de la
campiña inglesa o el insufrible viento caliente del Mediterráneo.
Caminó hacia la terraza de la penthouse suite y la brisa helada de
glaciares milenarios acarició su rostro. El solemne paisaje de
laderas imponentes le ayudaban a recordar que era sólo un hombre
después de todo, y cuando dejara este mundo, esas cimas incólumes
que ahora lo observaban magnánimas a la distancia todavía seguirían
allí.
No había muchas cosas que propiciaran
la humildad de los hombres que participarían de la reunión anual
del Grupo Bilderberg. Después de todo, se trataba de las cien
personas más poderosas e influyentes del mundo capitalista. Las
palabras que intercambiaran durante las conversaciones de esos días
no serían registradas más que por sus interlocutores, y sólo sus
efectos, no mucho después, por los libros de historia. Por casi
siete décadas había sido así. Todo lo que había pasado en ese
tiempo, había pasado primero por allí.
El hombre regresó al calor de la
habitación y su mayordomo inmediatamente comprendió por su gesto
que bajaría al vestíbulo donde se encontraban los demás. El hálito
de los Alpes le había endurecido las facciones. Estaba listo para
nadar entre los tiburones.
Al abrirse las puertas del elevador, su
conserje personal le tendía la mano invitándolo a pasar. El bosque
negro de smokings pululantes le confirmó que el nivel de avidez de
los asistentes seguía siendo tan sólido como siempre. Se deleitaba
cínicamente fantaseando que el Grupo perduraría al surgimiento y
caída de cualquier forma de gobierno nacional, internacional o
mundial. Una sutil tensión junto a la comisura de su boca fue lo más
cercano a una sonrisa que se permitiría en esos días. Nosotros
siempre existiremos…
El sobrio tintineo de las campanillas
de los mayordomos invitaban a los asistentes a pasar al salón
comedor. Esa noche cenaría con el grupo del petróleo, conversarían
sobre aficiones y algunas excentricidades, pero nada estrictamente
personal, y luego se retiraría con ellos a un salón privado para
hablar de lo que venían a hablar. América del Sur era un colosal
negocio que nadie estaba realmente aprovechando…
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