Lautaro “Arauca”
Quitral había pasado quince años en el penal de San Pedro, en el
distrito de San Juan de Lurigancho, al noreste de Lima. Había
entrado con 22 años por un error de juventud, condenado por apoyar a
Sendero Luminoso. La oportunidad y las dudas le habían llegado
demasiado tarde, luego de la Operación Victoria, por la que habían
dado con Abimael Guzmán en el '92. Para mediados del '95, habían
caído casi todos sus camaradas en manos del GEIN (Grupo Especial de
Inteligencia de la Policía) o los escuadrones de la muerte del Grupo
Colina. No le quedaba en quién confiar. Fue capturado cuando
intentaba volver a Chile de polizón en un pesquero artesanal y
sentenciado sumariamente. Nunca supo el nombre de su abogado.
El penal de
Lurigancho no es el único en la zona, pero es el emblemático, por
ser una de las cárceles más pobladas de Perú y una de las más
peligrosas del mundo. Con una mísera dotación de un centenar de
guardias, se mantiene en vilo una población carcelaria de más de
once mil presos peligrosos, en unas instalaciones construidas para
albergar a sólo mil quinientos. Los guardias sólo manejan la
periferia del complejo. El interior es dominado por los “taitas”,
presidiarios poderosos que controlan uno de los pabellones y aseguran
“la paz” entre ellos. De todos modos, son constantes las batallas
entre los pabellones por la comida, la venta de drogas, el espacio
físico o simplemente la reputación. El hacinamiento, las carencias
y la impunidad se combinan en un cóctel explosivo que cualquier cosa
puede hacer estallar.
En ese entonces,
la expectativa de vida de un condenado de Sendero Luminoso era en
todos los casos inferior a su condena; muy inferior si además era
chileno como él. Lautaro deambulaba entre los exiliados sin
pabellón, sobreviviendo de la basura, cuando Feliciano, el sucesor
de Abimael, logró negociar un espacio para los suyos. En Lurigancho,
Lautaro aprendió todo lo que hay que olvidar y se convirtió en “el
Araucano” o “Arauca”, un seudónimo de clara connotación
despectiva, pero que le había ayudado a crearse una imagen pública.
Era el indio salvaje, terrorista, asesino. Luego de ocho años, y
convertirse en una mole de 105 kilos de puro músculo, se tatuó en
el pecho la hoz y el martillo, y la bandera de Chile. Ya casi nadie
más tuvo el desatino de meterse con él desde ese entonces. Hacer
eso en ese lugar... claramente estaba loco.
“Ulises”, el
residente de la ANI en Lima dio con él a poco de ser liberado y le
ofreció dinero para mantenerse en el mundo exterior. Arauca deseaba
vengarse de la policía peruana, de la justicia peruana, de los
peruanos. Su alma se había quedado enterrada en el basural de
Lurigancho. Era el agente perfecto.
En los últimos
años, por indicación de Ulises, Arauca había asesinado a numerosa
mano de obra
desocupada del
SIN. Al no haber ninguna conexión con las víctimas o su entorno,
había resultado imposible vincularlo a los crímenes. Ahora Ulises
necesitaba que estalle una crisis en las fuerzas de seguridad, y
Arauca sabía mejor que nadie cómo lograrlo. El expresidiario se
puso en contacto con los proveedores de la droga de los reclusos y
comenzó a trabajar de mula
para ellos. Cada dos días ingresaba doce kilos de pasta base de
cocaína para su pabellón. No era una ruta que los narcos fueran a
poner en manos de cualquiera. Pero él era una cara conocida, estaba
bien familiarizado con el lugar, y lo rodeaba una reputación que le
ahorraría problemas para moverse dentro del complejo.
Arauca no tenía certeza de cuánto ingresarían en los demás pabellones, pero sin duda Lurigancho era uno de los negocios más importantes entre el narcotráfico y la policía. Ningún guardia se cruzaría en su camino.
- Vienen
con un reaseguro del patrón, que está preocupado por unas noticias
que le llegaron –
dijo el matón chileno con gravedad. En los paquetes que ingresaba
en el penal venían también partes de armas de fuego y municiones.
Arauca le hizo llegar el rumor que la policía estaba montando una
gran redada para asesinar a algunos de los cabecillas de los
reclusos. Convenció a su taita de mantener las armas en total
secreto hasta que fuera el momento. Si cualquiera llegara a
descubrirlas, el statu quo con los demás cabecillas y los guardias
saltaría por los aires.
En un par de
meses, el agente chileno había ingresado como mula del narco casi
400 kilos de droga, 20 pistolas Glock-17 y un centenar de cargadores
de 9mm Parabellum proveídos por Ulises.
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