sábado, 29 de noviembre de 2014

26. Apostasía

Ruta 27, Departamento de Oruro, Bolivia.
 

No habían andado mucho, pero el anochecer los ayudaría a pasar inadvertidos. El Capitán Mamani detuvo la camioneta en un camino lateral y se dispuso a emparchar como pudiera al cartógrafo chileno. Para que respirara mejor, improvisó un almohadón en la caja del vehículo con la gran bolsa de lona ensangrentada en la que había transportado al Teniente Munster y procuró mantenerlo abrigado con la manta que quedaba guardada en la camioneta para esas gélidas noches de guardia. Tomó su cantimplora, el alcohol del botiquín y empapó su pañuelo y unas gasas para limpiarle y vendarle las heridas. El dolor serviría para mantenerlo despierto. Si ese sangrado en el oído era algo más que un tímpano reventado, tal vez no volviera en si de una siesta.
-          Vamos, aguante, que para esto lo entrenaron – lo reprendía el boliviano.
-          No… no soy… comando – confesaba con dificultad el vapuleado chileno, mordiendo para soportar el dolor.
Teniendo en cuenta su contextura física y su especialidad era razonable, pero en la vorágine, no lo había considerado. No era un comando. Era demasiado flaco, demasiado fino, demasiado rubio. Más bien era sólo un muchacho. Hasta entonces lo había visto como un par. Qué ceguera causa la guerra. Era tan joven. Habría terminado la universidad hacía un par de años. Morales lo había roto. Ya no sería el mismo. Gimoteaba. Temblaba. No era como él. Era sólo un muchacho…
-          Vamos, aguanta – lo acarreaba hacia la cabina de la Ranger, mientras el joven sollozaba cada vez que su tobillo fracturado rozaba contra algo  – tienes que ayudarme… tenemos que sacarte de aquí.
Ya sentados en la cabina de la camioneta, se puso a revisar la otra bolsa que contenía todas las pertenencias secuestradas al cartógrafo. Había cantidad de aparatos electrónicos extraños. Chucherías de la guerra moderna. El capitán miraba al chileno con desconcierto.
-          Rojo… el rojo… – le señalaba con apenas fuerzas – enciéndalo.
El chirimbolo metálico, no mucho más grande que un teléfono celular viejo, tenía una entrada de enchufe grandota, una lucecita y un sólo botón cubierto con una tapa plástica con rosca de seguridad como la de los medicamentos importados. La presionó para desenroscarla y oprimió el botón. La lucecita parpadeó lentamente cinco veces y se apagó. Volvió a mirar incierto al chileno. Éste se estiró para tomarlo. Vibraba casi imperceptiblemente. Listo. A casa…
-          Aquí tiene todo lo que necesitan – le entregaba la bolsa con sus pertenencias, que también incluía sus propios mapas tácticos, fotografías y anotaciones. Se mantuvo por un momento en silencio. Suspiró. La tensión cedía el paso a la tristeza y la vergüenza. Tal vez alguien finalmente haga lo que hacía falta hacer. Si, también está ahí tu pistola. Tal vez seas tú quien haga lo que hace falta hacer – Había un anillo entre sus cosas – le daba el tiempo que necesitara para animarse a matar.
-          Mi padre… lo asesinaron… narcos – asía la empuñadura de su pistola sin atreverse a sacarla de la bolsa o disparar.
-          Este es mi anillo de casamiento – se lo quitaba para entregárselo – es lo más valioso que me queda… Tómelo. De cualquier modo, ya no está seguro conmigo. Si cumple con su deber, podrá devolvérmelo y yo le daré el suyo.

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El Teniente Márquez aminoró el chirrido de la moto, deteniéndose a la orilla de la ruta. Otro motor zumbaba a lo lejos. Uno grande… un helicóptero. Traidor.

Mamani manejaba por la desolación del altiplano con la mente en blanco. La oscuridad y la soledad lo habían invadido todo. Hurgó en su bolsillo y se colocó el anillo del padre del chileno en el dedo meñique, pues era demasiado estrecho para el anular. Los Munster no tenían manos de obrero como él, como su padre y el padre de su padre. Atención. Una luz en la ruta… detenida, con balizas…  una moto, pintura de camuflaje… UMOPAR… Maldito seas Mauricio…
-          Soy el Capitán Mamani, de la UMOPAR – advertía a viva voz al descender de la camioneta. Si eran sólo piratas del asfalto, les daba la oportunidad de escabullirse antes de meterse en algo de lo que sin duda luego se irían a arrepentir.
-          Vi el helicóptero, Antonio – le llegaba una voz desde las sombras, mezclada de ira y desilusión – no era de los nuestros.
Márquez sabía montar una emboscada, por supuesto, él le había enseñado. Hablaba hacia las rocas para que el eco lo confundiera. Tal vez ni lo estuviera mirando, sino tan solo escuchándolo, pero seguro tendría una línea de fuego hacia donde estaba, y otra a lo largo del camino por si decidía acelerar y huir. No era mala, pero la había improvisado, sino no se hubiera venido en esa moto de porquería. Estaba solo. El Capitán apoyó la puerta lentamente, caminó hacia delante mostrando las manos y se reclinó sobre el capó. Un ruido metálico delató que dejaba apoyada su pistola a un lado, antes de voltearse de brazos cruzados.
-          ¿Te acuerdas Mauricio porqué me vine del Chapare? – mencionaba con nostalgia – ¿Te acuerdas porqué viniste conmigo?
Había comenzado su carrera en Los Yungas donde todo era inútil, pero el Chapare lo había sumergido en un abismo donde todo era corrupto y bestial. Oruro había sido su luz al final del túnel. Por fin iba a poder trabajar. Márquez había seguido el mismo espejismo.
-          Van a hacer nuestro trabajo, Mauricio – le aseguraba resignado – van a hacer lo que se debe de hacer.
Se acercan unos faros. Mantengamos la compostura. Mamani avanzó con un brazo en alto, dejando su arma sobre el capó. El destartalado utilitario se detuvo a unos metros y el capitán se asomó por la ventanilla. Segundos después, una ráfaga le atravesaba el pecho y los comandos chilenos emergían del vehículo haciendo fuego de supresión sobre la Ranger detenida.
“No dispares… déjalos… no dispares… mi niña…” fueron los últimos pensamientos del oficial abatido.
Conchesumadre. El Teniente Márquez lidiaba con su fusil trabado, producto de la arena, el desuso y el descuido de un perezoso recluta. Hijunagran. Tenía su pistola reglamentaria con sólo un cargador contra unos tres, o cuatro o más oponentes. Rotos de mierda me los cargo. Se concentró. Me los cargo a todos. Estuvo a punto de hacerlo. La Providencia lo dejó distinguir el eco de más motores rugiendo al acercarse. Qué carajos. Motocicletas… los cuatriciclos. Mierda. Los putos cuatricilos. ¡Lo sabía, lo sabía! Acurrucado tras una roca, los maldijo una y otra vez en silencio. Cinco, seis… Armas largas. Taracajo. Podía escucharlos hablar. Hijos de puta. Eran chilenos. Malditos chilenos. Gnnnnnñññmmmm. Tuvo que darle un puñetazo a la arena para no explotar. Cobardes de mierda. La impotencia le causaba un sufrimiento lacerante. Malditos asesinos… Antonio… hijosdelaremil – otro pueñetazo – Antonio no… no no no no… – y otro y otro y otro – Antonio… En cuclillas, llorando, los escuchó alejarse siguiendo su camino.


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